Asustado, tembloroso, aquel hombre entró en el salón semioscuro. Una vez dentro, se arrojó al suelo cabizbajo, y entre sollozos pidió perdón al padrino por su reciente equivocación. Le habló de sus deudas, de su desesperación, de que haría cualquier cosa para sacar a los suyos adelante. Quería continuar en la familia, con todos los respetos y pedía una oportunidad para expiar su falta. Hasta ese desliz, había sido un hombre de fiar e hizo una relación de situaciones que demostraban que se había podido contar con él. El padrino lo escuchó en silencio, pero no daba muestras de aprobación. Al final, dijo: “no me convences”. El hombre porfió, con la mayor educación, insistiendo en sus habilidades, apelando también a la piedad, que él sabría corresponder, si era perdonado. “Está bien, te pondré a prueba”. El arrepentido a punto estuvo de desmayarse de satisfacción y su rostro irradió un destello de luz. “No te alegres tan pronto. La prueba será dura. Tendrás que matar”. El hombre dijo que estaba dispuesto. “Será a tu único hijo”. El mundo se le vino de golpe encima. Se echó a llorar con gran congoja y tras unos instantes eternos admitió que no podía hacerlo, que le resultaba inhumano. El padrino se levantó y lo miró primero con desprecio, luego esbozó una sonrisa helada. “Te llamas Abraham, ¿verdad?”. El hombre asintió con el gesto, sin levantar siquiera la cabeza. “Lástima que yo no sea Dios”.