NI FRÍO NI CALOR (BAJADA DE NIVEL DE EXIGENCIA CRÍTICA)

Decía el preclaro Ignacio Echevarría en un “reciente” artículo (El Cultural, 28-IX-2019), que “estamos acostumbrados a que el cero sea el valor numérico neutro, por encima y por debajo del cual las cosas que medimos se cuentan positiva o negativamente, en un sentido o en otro“.

Se diría (…) que se viene rebajando de modo cada vez más galopante el grado a partir del cual un libro es juzgado como bueno, incluso excelente. (…) y el consenso en torno a esos títulos termina siendo tan unánime que se traduce, por acumulación (pues el fenómeno no deja de repetirse), en una regraduación más o menos implícita de toda la escala de valoración“.

En definitiva, se trata de hablar de lo que se entiende por un gran libro, por literatura con mayúsculas.

Palabras como “imprescindible”, “seminal” o “imperecedero”; o expresiones como “clásico desde el inicio”, “llamado a marcar tendencia” o “referencial en su género”, son utilizadas de continuo por los críticos que hoy pueblan las revistas de lectura y los suplementos culturales de los periódicos patrios. Y sin arrobo alguno, ni el menor pudor, ni la menor continencia. De tal modo que si hiciéramos caso a cada crítica libresca calificada con buena puntuación, tendríamos una biblioteca de clásicos de varios miles anuales. Sólo en España. Esto es ridículo, por descontado.

La categoría de clásico la otorga el tiempo, y una particular habilidad (de la que nadie tiene la fórmula exacta) para encajar la calidad de la obra con la aceptación mayoritaria por parte del público lector, alianza mágica que se renueva generación tras generación, que lo acepta una y otra vez, variando las lecturas e interpretaciones, que tienden en los buenos casos al infinito. Por ello, los críticos no pueden saber casi nunca cuándo una obra será clásica, cuándo se convertirá en imprescindible para entender un período o la evolución de un género o la de cualquier escritor.

La labor de los críticos debería ser menos mercenaria (todos sabemos que muchos de ellos escriben al dictado de sus jefes editoriales, o al menos inducidos a decir buenas cosas de las editoriales que inyectan una buena cantidad de dinero en publicidad, imprescindible siempre, pero más en los tiempos actuales, que corren en sentido contrario al que hasta ahora han llevado). Debería ser menos mercenaria, sí. Pero también debería estar más preparada de lo que lo está. Tengo para mí que estos escribanos de suplemento deben ser los pastores que iluminen las dudas de quienes leemos para elegir entre tanta novedad editorial, da muchas veces la impresión de que más que luz ofrecen tinieblas, porque cada uno tira en la dirección que le viene dada desde lo alto. Y más que claridad, uno ve una niebla difusa donde la abundancia de títulos es un mar imposible de surcar. Asimismo, nos gustaría que además de ser buenos guías, la mayoría aprendiera a ser más humilde en sus predicciones, aunque solo fuera para que la hemeroteca no les abofetee, a poco que se la consulte.Caben excepciones en esta labor, por descontado. Profesionales hay que ejercen su magisterio y de todos son reconocidos. Pero son la minoría.

Aunque también es preciso añadir que no toda la culpa es suya, quede claro. Hoy día el concepto de calidad está cambiando a golpe de tuit “democrático”, y la idea de excelencia no pasa por sus mejores tiempos tras dos décadas de bajada de niveles educativos. A mayores, los casi 90.000 títulos diferentes de nueva edición el año 2018 no deja posibilidad alguna a que ningún crítico pueda seleccionar lo mejor, ni llevando a cabo lecturas cuánticas a la velocidad de la luz. Se edita demasiado. Demasiado. Demasiado, sí. Aunque ¿quién puede ponerle puertas al campo, teniendo en cuenta la crisis del sector? Ahora bien, entre tanta abundancia de títulos, que muchos críticos se arroguen la petulancia del hallazgo de la próxima obra maestra del milenio… Me recuerda la misma cantilena del deporte: mañana, el partido del siglo, pasado, el del milenio, mañana el de la Historia; y después ¿qué?

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