MEZCOLANZAS ARTÍSTICAS

Cuando visito monumentos con mis alumnos en excursiones prácticas de Hª del Arte, aparece siempre una queja concreta en alguno de ellos (de ellas, debería decir, pues suelen ser mayoría en esa materia). A algunas de las más conspicuas alumnas, decía, les molesta que en esos monumentos, sobre todo en las catedrales, no se pueda apreciar la pureza de un estilo, sino que se vean reunidos varios de ellos, no necesariamente compatibles. Les gustaría que cuando se visite una catedral gótica, toda ella manifieste los rasgos de ese estilo; y si se trata de una iglesia románica (o prerrománica asturiana, más concretamente en estos pagos), la totalidad de su fábrica correspondiera a la época de su construcción. Cuando brota dicha queja, yo siempre sonrío. Me recuerdan a mí cuando tenía su edad. Como me acuerdo bien, les digo que las comprendo perfectamente. Pero que han de aprender algunas cosas para paladear una obra de arte con más beneficio que enfado. Cosas que a mí me costó aprender, pero que no siempre me enseñaron, como intento ahora yo.

Les digo que la esencia de la demanda es correcta, y que nada sería más interesante que poder ver catedrales góticas puras, palacios renacentistas puros, templos románicos puros, e incluso anfiteatros romanos puros. Pero que ello no es posible porque, en primer lugar, dichas construcciones se encuentran muy lejanos en el tiempo y resulta inevitable que, dado que se han podido conservar, resulten transformadas por el tiempo. Y, en segundo lugar, las obras antiguas de cierta envergadura no se construían en uno o dos años, como algunos rascacielos en la actualidad, sino que eran obra de décadas e incluso siglos. En todo ese tiempo, los años fueron variando los gustos estéticos y las necesidades materiales de cada generación que debía hacerse cargo de la continuidad y/o conclusión de la obra en sí. Cuando les explico esto, aunque lo entienden bien, se mantienen en sus trece, y sus deseos adolescentes de pureza y perfección les pueden, todavía.

Otra cosa es, les insisto, que en algunas construcciones haya insertos o modificaciones que realmente puedan resultar molestas a la vista o, como poco, sorpresivas y en ocasiones hasta delirantes. A este respecto, podría mostrar como ejemplo este magnífico frontal de un sarcófago paleocristiano (s. IV), que se puede observar en la imagen, incrustado en la parte superior de la portada occidental derecha de la catedral de Tarragona (ss. XII-XIV, con añadidos en el XVIII). Pese a la calidad y belleza del mismo, uno se pregunta qué hace allí, donde no pega ni con adhesivo de última generación. En estos casos, les digo, hay que hacer tres ejercicios mentales. Uno, de comprensión histórica: sólo apreciando las causas por las que esos constructores realizaron tal despropósito, comprenderemos mejor la obra en sí. Dos, de aislamiento mental: procuremos ver la obra en sí misma, sin el prejuicio del dónde y del cuándo, abstrayéndola de todo cuanto la rodea; sólo de esa forma podremos entenderla y admirarla. Y tres, de agradecimiento: si no se hubiera colocado ahí para ahorrarse esculpir unos sillares más, dicho frontal se habría perdido y todos habríamos salido perdiendo. Dichos ejercicios mentales no están al alcance de cualquiera, les añado, sólo al de los más avezados y sensibles. Lo cual les hace sonreír, y tragarse la píldora didáctica con menor desgana y mayor orgullo.

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