LAS LECCIONES QUE NOS ENSEÑAN LAS PAREJAS

Antaño, cuando era más joven, tuve yo una novia a la que quise mucho y bien (dentro de mis posibilidades). La quería por muchas razones, pero una de ellas era que le encantaba aquello que a mí me encantaba. Bebía, como suele decirse, los vientos por mí. Son las cosas del amor. Pero, ya se sabe, el amor no es muy razonable que se diga, y provoca muchas veces malentedidos varios que a veces resultan más que graves. El caso es que viendo que ella iba entrando con facilidad por los mundos que a mí más me arrobaban, probé a enseñarle a jugar al ajedrez, por ver si además de los que habitualmente me retaban y con quienes lidiaba, lograba un proselitismo de tablero que bien me viniera o solaz grato nos procurara. A lo largo de los seis meses siguientes, yo no di crédito. ¡Qué entrega!, ¡qué esfuerzo! Con qué ganas se leyó las cartillas iniciales e incluso algún librito de iniciación que le regalé al efecto. Jugamos así muchas partidas en nuestros días de cerveza y tableros. Yo ganaba siempre, claro, pero aprovechaba para señalarle los errores de planteamiento estratégico, táctico o de concentración. Y parecía que la cosa progresaba. Yo sabía que no alcanzaría nunca el palmarés de Judit Polgar, pero como yo no era Garri Kasparov precisamente, la cosa se equilibraría con el tiempo. Hasta que un día dijo que no le apetecía jugar. Bueno, me dije yo, si es una cosa puntual… Pero como otros días yo insistiera y ella se resistió sin ceder un ápice, al final la cosa explotó. Y en medio del café que más frecuentábamos. Allí, entre lágrimas enormes y redondas, que recuerdo con una nitidez pasmosa, me dijo que odiaba el ajedrez, que le parecía un juego estúpido, que siempre le había aburrido mortalmente, y que no iba a jugar nunca más, por lo que daría igual que yo insistiera, porque la decisión estaba tomada. Yo me quedé estupefacto, como si me hubieran operado de cataratas: tan claro vi de pronto. Tardé semanas en asimilar aquella dosis de realismo nada mágico. Pero aprendí una gran lección.

Cuando conocí a mi pareja actual, a quien quiero muchísimo y bien (si se admiten mis ya legendarias limitaciones), ella no tenía ni idea de lo que era la fotografía, más allá de hacer unas cuantas fotos en cumpleaños o alguna celebración. Yo, ya de aquella había contraído hacía muchos años el virus de la imagen fija, y ya contaba con un equipo que empezaba a ser respetable. Le hice muchas fotos, las hacía en nuestros múltiples viajes, pero jamás -jamás- pretendí inculcarle ese sano vicio. No obstante, en una convalecencia de un período de baja, se hizo con la cámara que yo había dejado por haberme comprado un modelo superior. Eso fue en 2008. Hoy, hace mejores fotos que yo (al menos, en lo que a la fotografía gastronómica y de bodegón se refiere). Y así es como volví a aprender otra magnífica lección.

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