LA BICHA Y LA LEONA

La barbuda bicha observa a la feroz leona con cierta expresión de displicencia, de superioridad; también con cierta envidia. La edad le permite sentirse por encima de su compañera; es algo mayor. Las crearon para lo mismo, para servir de guardianas de tumbas de personajes relevantes. Pero la bicha deplora que su creador no le proporcionara una apariencia más agresiva, más acorde con su encargo. Por eso mira a la leona de reojo, envidiando sus mandíbulas, prestas al ataque de todo aquel que perturbe el sueño eterno de su protegido. Sabe que a pesar de ser más antigua, sus formas son más depuradas, más avanzadas, más próximas al oriente de donde viene la civilización y la riqueza. Pero no puede por menos que admirar la rigidez imperturbable de la leona, que no atiende más que a su tarea, sin recurrir a pensamientos que la distraigan. La bicha se siente superior en muchas cosas, pero se acompleja de continuo, y mira de soslayo a su compañera de sala, queriendo adivinar cuál será su verdadera fuerza, quién saldría vencedora en un eventual combate, quién de las dos lograría de verdad cumplir el cometido para el que fueron esculpidas. La bicha mira a la leona. Pero la leona no la mira nunca. La leona está ensimismada en su posición. Sus poderosos dientes no dejan lugar a duda. Pero la bicha sí que duda. Por eso la mira, y la envidia vuelve a brotar como cada día, cuando la sala del museo enciende las luces, y su compañía forzada y su posición respectiva las obliga a sus quehaceres reconvertidos.

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