CONCIERTO FLAMÍGERO

Con la catedral iluminada desde fuera, y ya sentados, con todo el coro dispuesto, y los instrumentistas en su sitio, intuimos que aquella noche iba a ocurrir algo para lo que nuestras mentes no estaban preparadas. El concierto de órgano y trompeta inició su andadura, y las notas fueron ocupándolo todo, hasta los resquicios más solemnes y recónditos. Nuestra emoción, también en aumento, contribuyó a que todo pareciera una hipérbole inenarrable, inmensa, necesaria. Cuando las naves se incendiaron a partir del triforio, nadie se dio cuenta, de tan embebidos que nos hallábamos en aquel océano de melodías entrecruzadas. Nadie cesó en la ejecución de aquella obra suprema, y ni siquiera el coro se movió, a pesar de que no cantaba nadie en ese instante. Nadie, pues, sintió las lenguas de fuego mordiendo nuestras carnes. Aquello fue un momento de éxtasis completo, que el ulular exterior de las sirenas de bomberos y ambulancias no logró traspasar. Quienes sobrevivimos, no pudimos declarar apenas. Aun seguíamos traspasados por la trompeta de Maurice André, extasiados por Ricardo Muti, incendiados definitivamente por Telemann.

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