GIRO FINAL (MICRORRELATO)

Su familia era la que le venía clavando la puntilla en los dos últimos años de inconvenientes seguidos, sin pausa ni aparente solución. Lejos de comprenderlo, la mujer y los dos hijos lo responsabilizaban del momento terrible que estaban viviendo. Así, él era el culpable de estar en el paro, de que no hubiese suficiente dinero para llegar a fin de mes, de que la despensa estuviera a medias o peor todavía, de que los deseos de los chicos para estar a la última no pudiesen realizarse, de que los arreglos de la casa hubieran de demorarse tiempo y tiempo, de haber tenido que vender uno de los dos coches y algunos enseres para capear el temporal, de las malas relaciones con los familiares que hubieran podido ayudarles, de las amenazas de embargo y de los cortes intermitentes de luz y gas. Por eso, y por considerar que era imposible razonar con aquella mujer y sus dos criaturas, educadas a imagen y semejanza de ella, y porque si bien lo miraba, no quedaba más que una salida digna, ese domingo madrugó mucho más de lo habitual. Aún no había amanecido. La noche seguía oscura cuando terminó el desayuno y recogió los cacharros. Se sentó con cierta rigidez solemne. Sobre la mesa de la cocina, recién sacado de su caja y de su funda, el revólver que en días mejores se había comprado para disponer de cierta protección en aquella casa algo alejada de todos. Cargó el tambor sin dejar ningún hueco. Lo hizo con movimientos lentos, como pensando en la trascendencia de lo que iba a hacer. Pero lo cierto es que no pensaba en nada. Sólo contemplaba el brillo del fluorescente sobre el metal, que de puro nuevo aún refulgía. No consideró la posibilidad de una carta explicativa. Sólo un gesto, una acción, y todo acabaría definitivamente. Asentó con firmeza su mano sobre la culata, y amartilló el arma. Antes de volarse la cabeza, dio en mirar por la ventana, y lo que vio lo estremeció: un amanecer extraordinario en el que las luces cárdenas daban latigazos horizontales sobre su conciencia, donde la oscuridad de lo más próximo se dejaba invadir por la proximidad creciente de una nueva policromía de belleza momentánea, que arrobó su pensamiento y su acción. Los recuerdos lo traicionaron otra vez. Su débil carácter lo forzó a dejar el revólver sobre la mesa, mientras bajaba la cabeza, sollozando. Cuando volvió a mirar por la ventana, el día ofrecía otro tipo de belleza cambiante, pero que irradiaba una extraña paz. Una paz que en este caso se amplificó durante unos instantes eternos por la lente convexa de sus lágrimas.

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