EN LA PAZ DEL CLAUSTRO

Tras recorrer las diferentes estancias del monasterio, el turista está agotado. Demasiada belleza junta, casi sin descanso. Una iglesia sobria, pero repleta de luz. Una sala capitular algo oscura, con bóvedas a baja altura y sólidas columnas. Un refectorio espacioso, cuyas baldosas aún brillan al sol de la tarde. Unos dormitorios austeros, como marca la regla de la orden. Y, por último, la joya del claustro, remanso de paz pero generador también de pasiones, simétrico en sus cuatro lados, repleto de figuras inquietantes, pero cuyo pasillo central es ancho y permite no dejarse influenciar por el realismo de las imágenes.

Tras acabar el recorrido que la guía marca, el turista se sienta en uno de los intercolumios del murete que sirve de base a las columnas con sus arcos. Repasa el folleto que le han incluido con la entrada. Corrobora los detalles, y busca elementos que se le hayan podido escapar, para que la visita -que seguramente no pueda repetir- sea lo más completa posible. Piensa poco. Ahora sólo lee. Pero hace sólo unos instantes no podía dejar de mirar las figuras y sentir la magia que había venido a contemplar desde tan lejos. También, ha agradecido a su dios que el lugar se hallara tan desierto, lo que le permitió paladear cada rincón, cada escena esculpida, cada espacio sagrado, en una soledad mística que añora tanto en su vida cotidiana, y que si bien breve, compensará el esfuerzo realizado para llegar a ese rincón perdido. Luego, alzará la vista para fijar en su memoria una imagen de conjunto, se levantará y saldrá del recinto para siempre. Su vida seguirá siendo más o menos parecida, pero un escalón más habrá sido recorrido, un ejemplo más al que recurrir a través de la memoria en tiempos peores, en los que sólo queden recuerdos pasados con que consolar la incapacidad de generar nuevas e intensas experiencias; esos tiempos en los que uno sólo será recuerdo, mas recuerdo enamorado.

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