EL MÉTODO (GRONHÖLM)

La duda entre lo conocido y lo por conocer, a medida que uno envejece, se hace menos turbulenta, y la claridad se impone a la tiniebla, del mismo modo que el goce sobrepuja a la ansiedad. Me pasa a menudo con los libros; también, aunque en menor medida, con el cine.

Viene esto a cuento de que ayer, a la hora de mi película diaria, se estableció la duda entre si ver una película de nuevo cuño (Moneyball, de Bennett Miller, el director de Capote) o ver una más antigua y que ya había visto tres veces antes (El método, de Marcelo Piñeyro). En el caso de ayer, la duda tardó cuatro segundos y medio en resolverse a favor de esta última, porque yo en ese momento requería emociones fuertes, sin que hubiera tiros ni apocalipsis, y la primera las prometía, pero la segunda las aseguraba. De modo que vi otra vez El método.

La experiencia, no por repetida menos intensa, fue como un subidón de adrenalina pura. En un marco muy reducido, unos personajes perfectamente dibujados e individualizados, luchan con todas sus armas mentales y caracterológicas, en una lucha de la que sólo acabará venciendo uno: quien ocupará el puesto para el que una empresa ha convocado esa selección de personal. La anécdota puede consultarse en cualquier lado, no procede explayarla acá.

Pero qué trama, qué actores, qué alternancia de planos, qué guión, qué intensidad, qué crítica más feroz al capitalismo salvaje, qué sensación de novedad a pesar de conocer perfectamente lo que sucede.

Con obras así, ¿quién se arriesga a que lo que vayamos a ver nos defraude? He aquí la reflexión de un viejo. Bien lúcido, eso sí.

Deja un comentario