APOTEOSIS DEL AGUA

Uno llega a la sala donde se hallan las diferentes peceras de las medusas, y siempre nota algo diferente: silencio y luz tenue. En un acuario es común que la presencia de niños y de gente de toda condición promueva el barullo y cierto caos, inadmisibles en otro tipo de museos. Sin embargo, cuando se llega a mirar a las medusas, pareciera que algo nos cambia dentro, nos refugia en el yo interior, las contemplamos y quedamos como hipnotizados, hasta el punto de que es el recinto más silencioso, oscuro y atípico de un acuario.

Cuando se para uno a pensar que el 96 % de estos animales es agua, que desarrollan su vida en un medio acuático, y que esa transparencia que muestran les da una fisonomía más líquida aún, no da crédito al admirar la belleza de sus movimientos espasmódicos, que proceden de una coreografía instintiva, pero que no obsta para que su lentitud convulsa y dependiente nos parezca el más majestuoso de los ballets.

El agua las arrastra, el agua las alimenta, el agua es su hábitat; ellas mismas son agua. Todo resulta una apoteosis del agua. A través del agua salada, de la luz azul que transparenta sus hermosas intimidades. Y del silencio y la luz tenue como marco para poder observar durante un largo rato sus evoluciones, que atrapan la atención de un modo tan incomprensible como inevitable.

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