AÑORANZA DEL ABRAZO

Se lo suelto a cualquiera que me pregunte. Yo, pese a mis lesiones del año del coronavirus, soy un privilegiado. Me refiero a que la pandemia no ha destrozado mi vida, como a tantos, ni me aqueja problemática de gravedad alguna, más allá de la incomodidad de usar mascarilla con gafas, lo cual entenderá bien quien se halle en situación similar a la mía; y otras tonterías menores. Salud, dinero y amor, como recordaba la canción, no faltan en mi casa. Pero sí hay algo que me revienta de esta situación a que este virus nos ha abocado, y es no poder abrazar a quienes más quiero.

Soy una persona muy táctil. Muy tocón, si queréis. En el buen sentido, por supuesto. Soy muy “de tocar” a quienes quiero, y a quienes sé que me quieren -y no les incomoda, que alguno/a hay-. Pero la “nueva normalidad” (¿qué es eso?) aconseja y muchas veces impide el contacto físico con los no convivientes; tanto por su seguridad como por la de uno mismo. Por eso, cuando tras el confinamiento obligatorio de marzo-junio, me vi con algunos de mis amigos más queridos, pese al alborozo de comprobar que seguíamos siendo los mismos, me vi en la incómoda situación de verlos, de hablar con ellos, pero sin que mediara abrazo ninguno, ni al principio, ni en el medio, ni al final. Ni pequeños, ni protocolarios, ni convencionales. Ninguno. Ya no digo nada de los que a mí me gustan especialmente: de los de apretar, de los que duran segundos, y en cuyo transcurso las manos acarician la espalda, el pelo, la cara… y se siente palpitar a la otra persona al compás de nuestros latidos.

Para mí, privilegiado en momentos terribles -salvo por las lesiones y su correspondiente rehabilitación-, el confinamiento no supuso cambiar muchas cosas en mi cotidianidad. Soy casero: o sea lector, editor (de fotos),espectador (de cine y series), escritor, y hasta cocinero y amo de casa (o pinche aventajado, cuando no estoy solo). De modo que mi vida no cambió tanto. Pero lo de abrazar lo he llevado, lo llevo, muy mal.

De hecho, ya me apetecía al principio de cada reencuentro. Era verlos, verlas, y los brazos “saltarme por dentro”. Hube de contenerme, dado que ellos, ellas, tampoco transgredían la norma. Pero tras cada reunión, y después de haber pasado unas horas estupendas, cargando pila emocional y reforzando sentimientos, yo, con unas ganas tremendas de despedirme agradecido con uno de esos abrazos que me definen más, hube de seguir conteniéndome. Y cuando alguna vez supliqué dejar a un lado la norma racional para dar satisfacción al instinto, una amiga mía de las más queridas, sonriéndome, dulce pero firme, denegó el acercamiento requerido, con una frase que ya quedará como histórica en mi devenir: “No podemos, corazón. Abracémonos, pues, con las miradas”.

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