A MAL TIEMPO, BUENA COMIDA

No sirve de nada enfadarse con el mal tiempo. Incluso cuando los días no abundan, y estás de vacaciones en tierras ajenas. La meteorología es ajena a todo, y discurre por sendas que nadie puede siquiera prever más que a nivel superficial. Cuando llueve durante todo un día y te obliga a estar bajo techado y el día siguiente amanece jarreando de igual modo, prometiendo parecida diversión, enfadarse no trae cuenta. Es tontería. Y uno no quiere pecar de tonto, aunque sea estando de vacaciones.

En esos momentos, tal vez un libro de viajes y sueños sobre África del maestro Reverte pueda reconvertir la situación y lo hipnotice a uno con una prosa sencilla y atrapante que nos cuente la salvaje experiencia de los viajes verdaderos, contraponiéndola —sin mencionarla— a la que hacemos los turistas reciclados, miedosos y culturalistas. Pero como no sólo de lectura vive el hombre, ni tampoco de la conversación inagotable con quien más se quiere, hace falta más. Entonces, una idea brillante, una intuición memorable, preceden a un guiño cómplice que apenas requiere de más explicación, nos hace tomar los chubasqueros, tomar el paraguas gigante que sólo usamos en verano, salir al pueblo y buscar una tienda específica donde nos vendan algo especial, pues algo especial queremos sentir (cuando nos lo comamos). Porque de comida se iba a tratar la cosa. Pues pocas desgracias sobreviven a una buena comida, sobre todo si es distinta y en la mejor compañía posible.

Aquel día, el milagro tuvo lugar en una tienda minorista que mezclaba la apariencia de cuento de hadas, con la suciedad propia de la materia prima traída por los lugareños, sin perjuicio de tecnología punta que advertía sin exhibicionismo de la rentabilidad evidente del negocio. Allí nos vendieron setas. Boletus edulis, para ser más exactos. No recuerdo cantidad ni precio, pero sí el olor penetrante a tierra, a seta recién cogida, a humedad, a expectativa gastronómica, a fiesta por venir. De vuelta al vehículo, la experta me impartió algunas instrucciones preparatorias y, después, procedió a elaborarlas con nada más que algún añadido natural: ajo patrio, jamón serrano bien curado y aceite de oliva virgen extra, todo ello traído exprofeso para ocasiones como la que nos ocupa. Cuando los jugos y las texturas crepitaron como los cánones indican, los aromas mezclados de los jugos lo inundó todo, y los sentidos cobraron vida, y la luz era más cálida, y los vapores más estimulantes, y ya no notábamos el repiqueteo de la lluvia en el techo.

Al final, como siempre, no podía faltar una prueba, una constancia gráfica de que aquella maravillosa sencillez nos iba a cambiar el día, al menos de momento. Una foto precedió a la fiesta de los sentidos. Lo que no previmos, pues ya casi no lo necesitábamos, fue que, tras la siesta, salió con cierto brío el sol.

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