Hace unos cuantos años, cuando era aún más racional y estricto de lo que he venido a ser, yo comenzaba un libro y seguía leyéndolo hasta que lo terminaba, aun en los casos en que aquello se me indigestara, se me hiciera un muro infranqueable, no entendiera nada o simplemente me aburriera como un oso aburrido. Así sufrí muchas obras que no debiera haber leído. Así desperdicié -sí, desperdiciar es el verbo que mejor cuadra- muchas horas de mi vida en un mal entendido sentido de la responsabilidad. Unos cuantos libros fueron leídos por mí con la idea de que si no los terminaba era un mal lector o que lo mejor llegaría después o, peor aún, que no había encontrado aún la clave que me permitiera comprenderlo. Error. Tremendo error. Seguro que esto es asunto que habrá preocupado alguna vez a cualquier persona que se considere lectora, y segurísimo que muchos habrán incurrido en reflexiones sobre los porqués de dicho comportamiento, discutido sobre ello con personas más sanas o simplemente vitalistas, o sentido el peso de la tentación de abandonar ciertas lecturas seguido de cierto complejo de culpa autocensora al albergar dichos sentimientos. Seguro. Segurísimo.
Pero eso fue antes de que aparecieran dos personajes esenciales en mi experiencia lectora. El primero, el gran Borges, que no paraba de repetir en las múltiples veces que fue entrevistado que la lectura ha de ser un acto lúdico cuya consecuencia principal ha de ser el placer, y que si éste no se produce, es porque esa obra no nos ha sido destinada, y no pasa nada malo por ello. El segundo, y definitivo, el gran Daniel Pennac, quien en su maravilloso ensayo Como una novela, planteaba aquel famoso decálogo de derechos del lector que arrumbaba de golpe contra toda tontería asociada al acto de leer, y reivindicaba la posibilidad no sólo de no terminar un libro, o de saltarse determinadas páginas, sino que incluso defendía el derecho a no leer. Y con este bagaje argumental, y otros que han ido incorporándose a mi experiencia lectora, me seguí dando desde entonces al vicio lector como siempre había hecho, pero ateniéndome a mis propias normas, que se resumen en bien pocos puntos, y que más de uno compartirá -espero-.
1. Leo con dos objetivos: disfrutar y/o aprender. Cuando se dan los dos a la vez, levito. Y ello justifica ya toda mi existencia (al menos, en ese instante)
2. El gusto, el placer de leer, ha de ser la aspiración suprema. Si no disfruto, la obra no me sirve, y la aparco definitivamente
3. Puedo leer un libro sólo, compulsivamente, o puedo leer varios a la vez (de temáticas y dimensiones diferentes). Yo decido cuándo y cuáles (aunque me dejo aconsejar)
4. Dependiendo del volumen, si en una obra mediana las primeras sesenta páginas no me han producido ningún tilín, aplico el tolón del abandono
5. Subrayo siempre. No sólo por destacar lo reseñable, sino para convencerme de que alguna vez releeré. Puede parecer un autoengaño; pero, siéndolo, lo asumo
6. Leo en cualquier formato. El disfrute sensorial del papel no lo iguala nada. Pero las ventajas del libro digital son algo que no se puede dejar de lado
7. Nunca leo en la cama. Puedo leer en cualquier sitio. Pero si es en mi casa, siempre en sillón lector
8. Siempre tengo muchos libros sin leer, a la espera de ser elegidos. Hay días que no voy de “librerías”. Voy a mi librería, me siento en el suelo, y escojo
9. Pese a saber que no leeré todos los libros que tengo, sigo comprando igual (cada uno es responsable de sus propias neurosis)
10. Leo sin horario fijo, cuando me da la gana, no más de hora y media seguida (mi espalda protesta). Pero si pasan dos días sin leer nada, quien protesta soy yo, por entero