SUPISTE BIEN CÓMO (MICRORRELATO)

Tardaste en darte cuenta de cómo lograrlo, tras la ruptura. Te desmadejaba comprobar que tus intentos de que me doliera tanto como a ti no dieran resultado. «Demasiado frío, demasiado racional; no sé por qué te quise tanto». Pero, sí, me quisiste, y mucho. Yo también. Aunque quizá yo no tanto. Por no saber, o no poder, no sé. No porque no quisiera quererte. En cualquier caso, yo nunca me planteé protagonizar una maldad contra ti. En cambio, tú no has tenido el rubor en urdir una venganza proporcionada a tu despecho. Al final encontraste el modo de que yo también sufriera el castigo que según tú me había ganado con creces.

En algún momento, tras muchas vueltas tuviste que ver esa rendija de esperanza: mis cartas. Yo te había confesado alguna vez que había empezado a hacer copia de todo papel que saliera de mis manos, y que lamentaba no haber copiado las cartas que te envié los dos primeros años, tan intensas, tan sinceras, tan reveladoras. En algún momento tuviste que adivinar que ahí estaba mi punto débil, porque cuando tú me consolaste diciendo que siempre las tendría a mi disposición para lo que quisiera, yo decía que no era el momento para ello, ya que eran demasiadas para hacerlo de golpe, y que además… Recuerdo que ese “además” no te gustó. Rechazabas la idea de que algún día pudiéramos no estar juntos. Esa debió ser otra pista. Y un día, después de algunos años, de repente, debiste caer en la cuenta, ver una salida: el modo de hacerme un daño con el que no contabas, y que yo no esperé jamás.

Ejecutaste muy bien tu plan, lo admito. Primero, el acto, con todo su ritual, en la soledad más absoluta, sin pronunciar palabra alguna, y que también grabaste con precisión en un vídeo. Luego, la comunicación de dicho acto, pero no a mí, sino a mi madre. La revelación, como el ataque en ajedrez, es mejor si es indirecta y no frontal. «Ayer quemé las cartas que me envió. Todas ellas. No dejé ni una», le contaste por teléfono, en una de aquellas charlas improcedentes que aún mantenías con ella. Mi madre no entendió que también le mandaras el vídeo donde durante un minuto escaso el único sonido audible era el crepitar del papel en el fuego de la barbacoa, mientras se consumía. Aun así te dio la razón; pero porque pensaba que querías romper con el pasado, pasar página y comenzar de nuevo. «Hiciste bien, ¿para qué las querías contigo? Yo habría hecho lo mismo. Pero antes», me dijo que te respondió. No alcanzó a comprender que fue la colaboradora necesaria para que yo recibiera tu cruel mensaje. Nunca entendió que contarme aquella última conversación me infligió la mayor herida que pudieran salir de tus manos, el más intenso sufrimiento, el más duradero rencor. A ella no tardé en disculparla. Pobre. A ti no te lo perdonaré jamás. Maldita.

Del libro inédito Micrólogos

Deja un comentario