DE NUEVO, SANT CLIMENT DE TAÜLL

Conocí Taüll hace años, de la mano de un amigo muy querido a quien, por los vericuetos de una vida azarosa, he perdido la pista. Fue una revelación. No sólo por su docta compañía, ni por lo atípico del viaje, sino por contemplar por primera vez una de mis obras fetiche, que tanto me había gustado estudiar, en su momento, y a la que tanto tratamiento he otorgado en mis clases, entonces y ahora. Este verano volví, casi 20 años después.

Siempre me pareció increíble que algo tan pequeño pudiera proporcionarme tanta energía, tanta plenitud. La iglesia, uno de las muestras más puras del románico lombardo en Cataluña, presenta dos marcas que le son propias, y por los que hasta los más iletrados la recuerdan siempre. Su excepcional pantocrátor pintado de su ábside central (extraído hace años, hoy se exhibe con orgullo en el MNAC de Barcelona), y su inconfundible torre de seis pisos, la más hermosa del románico hispano, con permiso de la muy cercana de Eril-la-Vall.

La otra vez no pude subir por ella. No recuerdo el motivo. Pero esta vez sí. Y pese a la gradiente de subida, a la cantidad de personas que confluimos en la operación, pese a todo, pude contemplar a mi antojo el valle de Boí-Taüll durante unos minutos gozosos, gracias a que por fortuna la gleba turista se conforma con los primeros pisos, y pocos prosiguen hasta el final (toda una filosofía de vida subyace en ello). Por eso, todo el valle, las imponentes montañas rodeándonos por todos lados, y la ensoñación de estar escuchando cómo abajo los canteros, escultores y pintores construían la basílica nueve siglos atrás, se ensamblaron en otro momento feliz -distinto- ante mi mirada.

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