COITO QUELONIO

La escena estaba de lo más pacífica. Era un rincón más bien apartado del magnífico zoo de La Palmyre. Varias tortugas de diferentes especies se entretenían con su desayuno, que incluía sobre todo lechugas y zanahorias. Se hallaban desperdigadas en un espacio bastante amplio para lo que se les suele asignar a estos animales. Si bien es cierto que esta variedad, la más grande representada allí (la tortuga gigante de Aldabra), bien puede hacer uso de semejante extensión, y más, seguramente.

Pero el caso es que estaban todas bien desperdigadas, saciando su apetito. Los visitantes les tirábamos fotos, sorprendidos por su tamaño (sólo un poco inferior a la especie de las Galápagos), pero el motivo tampoco era excesivamente fotogénico. De todos es sabido que las tortugas pueden caernos simpáticas, pero bellas, lo que se dice bellas, no son.

En esto, y sin mediar ninguna acción que la justificara, porque allí ninguna movía nada salvo las mandíbulas, y aun éstas con parsimonia, una de ellas, la más grande se levantó e inició su marcha en dirección a otra que se hallaba a unos diez metros de distancia. Pese a que la marcha de una tortuga es lenta, lo cierto es que nos sorprendió a todos la “velocidad” imprimida a su trecho. Poco a poco comprendimos que allí iba a haber o bronca o sexo. Enseguida comprendimos que el menor tamaño de la que aún se hallaba comiendo decantaba la disyuntiva hacia la segunda opción.

Y efectivamente, llegado el macho por detrás hasta la hembra, que no se había percatado de la aproximación referida, tan absorta se hallaba con su manojo de lechugas, con grande esfuerzo y notable impulso, y sin carantoña previa alguna, comenzó a montarla por detrás, dejándonos a todos atónitos, con caras pícaras y dando un uso tal a las cámaras, que pronto empezaron a echar humo.

La cosa duró no poco, unos diez minutos. Y lo sorprendente es que el mayor tamaño del macho no le facilitaba mucho la maniobra, y hubo de ser la extensión inferior la que se alargara lo suficiente como para que se pudiera operar la coyunda. Los que allí contemplábamos la escena lo estábamos pasando divinamente, y las risas que se producían no venían dadas por la situación en sí, sino porque el macho, en cada embestida, exhalaba unos borborigmos que más bien parecieran estertores, pues tanto empeño puso en la faena, que acabó echando encima de su compañera lo que sólo instantes antes había ingerido con buena gana. Aunque ésta ni en ésas se movió lo más mínimo ni hizo ademán de participar en la refriega de ninguna forma, quedándose allí debajo como una muerta.

Después, concluido el desfogue (o la obligación), el esforzado macho desmontó con igual rapidez y, dando media vuelta, fuese, y no hubo nada.

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