Seamos sinceros. Hemos visto cuadros más horribles o inanes en algún museo, con líneas de parecido trazo y colorido semejante. Hemos huido de su estética sin semántica, atribuyendo a sus autores las mayores dosis de dureza facial que nos cupiera imaginar. Y, sin embargo, uno contempla lo que resta de un postre delicioso, y lo encuentra bello. Quizá porque ha sido producto del azar (y de una preparación de la cocina, claro), porque su pretensión no es la de captar a los medios de comunicación ni transmutar vacío alguno en contenido críptico que desentrañar. Tal vez porque no se intente vender a continuación por una cantidad insultante. Tal vez porque sólo es eso: un conjunto de líneas y manchas cuya unión produce una sensación de sosegado frescor, tras una comida llena de sorpresas que aún deparaba la última cuando ya no se la esperaba.