HITOS DE MI ESCALERA (46)

En el año 91, cuando aún no había terminado el primer curso de mi devenir profesoral, sólo había salido de España cuatro veces: la primera, a París, por el paso del Ecuador de la carrera; la segunda, con mis amigos de Campus, a la Bretaña francesa; la tercera con mi pareja de entonces, a Lisboa; la última, a París-Bruselas-Amsterdam, en el viaje de estudios de mis alumnos de COU. De la primera y la cuarta ya he hablado en estos hitos. Pero antes de que concluyese el curso 1990-91, en Semana Santa, aún tendría lugar una quinta que tuvo su importancia por dos motivos diferentes: sería mi primer contacto con la tan ansiada Italia y también la primera vez que fuera a una ciudad de mis sueños sin obligaciones de ningún tipo y -sobre todo- con dinero propio. El destino sería Florencia, donde estaríamos cinco días hábiles, aunque a la ida visitamos el complejo de Pisa (unas horas tan sólo), y a la vuelta recalamos otro día en Siena. El viaje no lo hice por mi cuenta, sino que fue organizado de nuevo por la revista Campus, cuya idea de un viaje anual a una ciudad única -y no picar un poco en muchas- había sido diseñado y propuesto por mí en su momento. Yo ya participaba poco en la empresa, pero para esto me uní con ganas a mis antiguos compañeros.

A lo largo de mi trayectoria académica habían pasado ante mis ojos tantos libros, tantas diapositivas, tantas láminas, tanto sobre Italia, sobre la Toscana y sobre Florencia -también Roma- en particular, que las expectativas habían sido alimentadas con tal abundancia, que ya no sé en qué punto de ebullición se encontraban en aquel momento. La memoria siempre traiciona, pero las ganas de aquel encuentro con el Renacimiento italiano sobrepasaban el interés más intenso de cuantos había sentido con anterioridad.

Aun así, el viaje era de aquellos como si aún fuéramos adolescentes: en autocar, un día entero. Objetivamente, es algo horroroso, pero como las ganas de libertad, de conocimiento y de diversión son tan grandes, se toma como mal menor, y se transige sin exceso de pesar. No era mi modo de viajar, pero aún no había pegado el salto definitivo (y aún habría otro viaje final -a Roma- que sería el último en esta modalidad “colectiva” y “autobusera”; sería en 1992), y en aquel momento aún lo aceptaba con resignación optimista. De modo que, equipado con abundante reserva de película Kodak T-Max 400 en B/N -25 rollos, cargados uno a uno en el cuarto de baño, a oscuras-, una pequeña selección de libros sobre la zona y la mayor de las ilusiones del mundo, nos encaminamos a la Toscana.

En el viaje, los organizadores nos empeñamos en que se proyectara, tanto a la ida como a la vuelta, una de las películas que más nos había encandilado en esos años y sugerido el destino: Una habitación con vistas, de James Ivory, sobre la novela de E. M. Foster, lo que nos predispuso aún más ante lo que nos esperaba en tierras transalpinas, cuya primera parada larga fue Pisal. De esta ciudad costera, sólo vimos el entorno románico de los archiconocidos monumentos, los cuales me gustaron mucho, pero no me fascinaron. La imposibilidad de acceder a la torre, enferma crónica y cerrada por aquel entonces, y las tonterías de los posados en la zona, sumados al exceso de gente, motivó que no cayera en éxtasis de ningún tipo.

Pero Florencia -Firenze- ya fue otra cosa. ¡Dios, qué impacto visual! ¡Qué emoción! Llegamos de tarde, y ese día ya daba tiempo a poca cosa, pero el primer paseo, de primer contacto, anduvimos por la zona del Hospital de los Inocentes, de Brunelleschi, y pese a haber albergado esa plaza un mercado de verduras y haber muchas de ellas esparcidas por el suelo y listas para formar parte de la basura final del día, ¡aquella galería, aquellos medallones de los hermanos Della Robbia! Era bien poco, pero yo ya empezaba a levitar. Cuando atravesamos el Arno por el Ponte Vecchio, la vista ya no sabía dónde posarse y cuando llegamos al mirador de la plaza de Miguel Ángel, desde donde se contempla la vista más famosa de la capital toscana, ya pudimos decir que habíamos llegado a Florencia.

No puedo, en verdad, recorrer todas las sensaciones que experimenté aquellos días. Sí puedo entresacar algunos momentos cumbre que permanecerán anclados en mi memoria hasta que algún día la pierda o la empresa cierre definitivamente. Además de que esta ciudad es un recorrido inagotable por una serie de obras tan conocidas, tan reconocibles, tan influyentes en la Historia del Arte, hay en ella varios edificios y algunos museos que marcan una impronta en quienes los contemplan, a poco que se disponga de una sensibilidad media. En lo que a mí respecta, hubo tres momentos relacionados con la escultura, que me dejaron estupefacto, por la variedad y la calidad de lo allí expuesto. Se trató en primer lugar, del museo Barghello, donde la crema y nata de la escultura del Quattrocento y parte del Cinquecento se exponía ante tus ojos con una proximidad que era casi imposible de creer: Donatello, Giambologna, Verrocchio y los Hnos. Della Robbia me impactaron de un modo extraño y familiar. Luego, en la plaza della Signoría, la famosa Loggia alberga algunas obras maravillosas, entre las que no se puede dejar de destacar el Perseo de Benvenuto Cellini. Y luego, en la Basílica de S. Lorenzo, la capilla funeraria de los Médici: una combinación de arquitectura y escultura en un cubículo muy reducido, pero cuya espectacular factura pertenece íntegramente al gran Miguel Ángel, que dejó ahí probadas muestras de su capacidad multidisciplinar, que lo penetraba todo.

Todo ello, por supuesto, en la más absoluta y gozosa de las soledades, porque las multitudes me horrorizan, como ya sabrán quienes frecuenten estos hitos. No me gusta que me impongan ritmos “turísticos” frente a obras esenciales para mí, y tampoco me produce placer alguno que la gente baile a mi son, que no es una melodía sencilla, sino exigente, muy personal y poco transferible. Por eso, durante el desayuno planificábamos y exponíamos las expectativas de la jornada; y al regreso, en las cenas, comentábamos las andanzas particulares, se ponían en común, se gozaba con las coincidencias y se disentía lo que fuere menester. Eso, con los amigos, pero el resto del día yo, solo, con la bolsa de mi cámara y su equipo, por toda compañía. Y algún librito donde leer algún poema o fragmento ad hoc, como hacen los diletantes o quienes aspiramos a serlo.

Todo lo demás en Florencia es maravilloso, al menos lo que vi (Sta. María di Fiore y las puertas divinas de su baptisterio, el palazzo Pitti y el Médici-Riccardi, Jardines Bóboli, Sta. María Novella, el palazzo Vecchio, galería de los Uffizi (que a mí me acabaron aburriendo un poco, saturado de tanto gentío que impedía siquiera concentrarse en las maravillas que alberga), la sorprendente sinagoga. Y, no, no; no vi el David de Miguel Ángel y sus esclavos de la Academia. Fue voluntario, eso sí. (Anoto sólo vuela pluma aquello que mis recuerdos más vívidos me apuntan). Todo cuanto me quedó por ver, que es mucho más de aquello a lo que pude acceder en menos de una semana, quedaría para la vuelta. Quedaba suficiente en la recámara para que el extraordinario sabor de boca y el reclamo del resto aderezara con suficiente miel el deseo de que volviera cuanto antes.  Pero ya pasaron 31 años y aún no volví. Espero que mi próxima jubilación resolverá muchas de estas cuentas pendientes, porque podré ir en momentos del año en que el calor no derrita mis escasas resistencias.

Al final, dejamos Florencia encantados, sin vernos muy aquejados por el mal de Stendhal, pero el regreso aún nos depararía una de las sorpresas más hermosas que ese viaje nos regaló. Siena se nos mostró homogénea en su color terroso, acogedora y fotogénica en todos los sentidos desde su Piazza del Campo, y nos acabó de demoler con la belleza sutilísima y polícroma de los mármoles de su extraordinaria catedral gótica, donde en cualquiera de sus rincones parece que la gracia estuviera presente siempre entre quienes la edificaron y decoraron. Allí mi amigo Cheminci -ateo convicto también él- me dirigió aquella frase que le consagraría: “!Arrodíllate, impío! Como ves, Dios también existe”. Luego una comida -esta sí conjunta de los incondicionales- de las de recordar, daría el final justo a un viaje que constituiría uno de los que mi memoria siempre tenderá a recordar con mayor gratitud y beatífica sonrisa.

Si quieres ver la serie entera, puedes verla aquí

2 Comentarios

  • Emma
    Posted 3 de julio de 2022 14:37 1Likes

    Me has hecho remontarme a mi primera experiencia con Florencia, que no voy a relatar aquí, por no herir la sensibilidad de ojos que no sean los tuyos. Sólo diré que, de aquella primera visita, en el año 1981, tengo grabada en mi memoria la ascensión a la Basílica de San Miniato al Monte, bajo el sol abrasador de la Toscana, para encontrarme con una de las obras que había estudiado en la carrera y que me habían impresionado desde la distancia. Lo peor vino durante el descenso y frustró el desarrollo normal de aquellos días en la capital de Arno.
    Tampoco vi el David, no por decisión propia, sino por las circunstancias ajenas a mi voluntad.
    Tuvieron que pasar 28 años para que se me saltaran las lágrimas de emoción, no ante el David, sino ante los Esclavos. Y para escuchar “O mio babbino caro”, en la voz de María Callas, mientras paseaba por el Ponte Vecchio. Y…
    Y, ¿sabes lo que te digo?, que no me “importaría” nada volver a Florencia contigo.

    • Eduardo Arias Rábanos
      Posted 6 de julio de 2022 19:25 1Likes

      Es curioso cómo cada uno recuerda la primera vez de modo diferente, e incidiendo en algunas circunstancias, lugares y situaciones que fueron importantes para cada cual. Lo de las lágrimas lo he compartido cada vez que, ya en casa, vuelvo a ver “Una habitación con vistas”. Volveré en breve, si la vida nos lo permite. Y, no, no. No me importaría que fueras la persona que llevara al lado con el reencuentro segundo, tercero… Es más, estaría genial

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