Bien, Pepe, como nos anticipaste hace poco, te acabas de ir. Cumpliste, como casi siempre, tu promesa. Ya te fuiste. No desapareciste aún, pero ya empezó el proceso. No lo controlamos nosotros. Humanos somos todos, humano has sido. Bien llegaste a saberlo desde muy temprano. No somos nada, en general, pero ya que nos han traído acá, a ocupar un espacio, hay que dejarlo mejor de como nos lo encontramos. O al menos, hay que intentarlo. Así que tu cuerpo desaparecerá. Ya está desapareciendo, de hecho. Sin embargo, conjeturo, la memoria de lo que has sido, de lo que has hecho, de lo que has dicho, va a ser mucho más persistente que el conjunto de miembros que formaban tu cuerpo menudo, bastante desmejorado en los últimos tiempos por la enfermedad que te acabó fregando al final. La memoria de todo ello durará mucho más, te lo aseguro. Y no sólo por tus propios méritos, sino, tristemente, por demérito de todos los demás que compartían profesión y galones con vos. Tenías muchos valores, pero me temo que no habrías destacado tanto en un mundo sin tanto atorrante, sin tanto criminal, sin tanto desvergonzado, sin tanto indecente como hoy ocupan ministerios, tronos, palacios. Tu memoria durará, Pepe, no tengas duda alguna. Aunque igual no refleje los rasgos que tú hubieras previsto. Pasa siempre. Nadie puede prever el futuro, sólo imaginarlo o desearlo. Pero la realidad ya se encarga más adelante de colocar las cosas en su sitio.
Yo intuyo que la mayoría del tiempo se te recordará como alguien que hizo, alguien que inspiró, alguien a quien poder admirar en un mundo que carece de referencias éticas, políticas y sociales. Seguro que también se te recuerda como alguien que señaló sendas que transitar, invitándonos a que no gastáramos el tiempo de la vida a cambio de plata, porque si caíamos en esa mala práctica, gastábamos la vida, que tú señalaste con acierto como el mayor bien de todos. Alguien, por supuesto, que logró recomponer un cuerpo con su alma tras ser aislado de todo y de todos, y que cuando emergió de aquel infierno -no indemne, sino renqueante, pero rehecho en una mejor versión- pudo contemplar de nuevo la existencia en libertad, y vio que era buena y que había que vivirla. Y alguien que decidió racionalmente que el rencor -legítimo- no era el camino, pues roba mucha energía, muchos esfuerzos, y a ti ya te habían robado vida suficiente como para perderla en semejantes pavadas.
Aunque no hubieras pasado por semejante trance durante tantos años, tus orígenes humildes ya te habían enseñado lo que era vivir con lo justo. Cuando cobraste conciencia de las injusticias y saltaste a la palestra política de forma clandestina, violenta y rompedora, tuviste que huir constantemente, y eso te hizo continuar ligero de equipaje. Luego, el presidio, te lo quitó todo, menos tu mente prodigiosa, sin la que habrías sucumbido, como la mayoría de los mortales que se enfrentaran a tus mismas vivencias. Y al final, ya libre, sin tener que escapar otra vez, y con una residencia fija, que llegó a ser incluso la de la más alta autoridad de tu país, optaste por mantener esa misma austeridad de que siempre hiciste gala, ese desprendimiento que a tantos molestaba por lo inusual, aunque la lógica de tu coherencia desarmara cualquier discurso crítico.
Tarde o temprano, aparece la querida palabra. Coherencia. En ti viene siempre asociada a otra que echamos demasiado de menos por cualquier ámbito que señalemos: decencia. O, si prefieres, dignidad. Qué palabras, Pepe. ¿Fuiste capaz de adivinar cuántos líderes políticos pueden colgárselas de vitola, para hacerte compañía en tu reducido club? A mí sólo se me alcanza unir tu nombre al de otro terrorista sin sangre a sus espaldas, como tú, pero negro, alto, corpulento y sudafricano, a quien todavía arrebataron más vida que a vos. Y he buscado mucho, te lo aseguro, pero no encuentro, Pepe, más compañeros de carga que te acompañen en tu labor de faro ético de un mundo que literalmente se va al carajo. Aunque tú me reprocharías esa postura, argumentando que pesimismos, los justos, pues ya los ricos y poderosos ponían suficiente lastre pesimista en nuestras mentes, como para encima hacerles el caldo gordo y facilitarles la labor. Por eso, optimismo, siempre. Si bien uno de corte realista, adaptable a cada momento, carente de idealismos utópicos que, bien lo comprendiste a su debido tiempo, acarrean demasiadas muertes en todas partes. Demasiado sufrimiento, decías, y tú, que lo padeciste en grado extremo, decidiste que la vida era muy corta, y que había que invertirla bien, disfrutándola, mejorando el espacio que nos habían asignado, para que cuando acabara nuestro turno nadie nos pudiera fregar, diciendo que habíamos vivido para nada.
Y va a ser en tu etapa final, digamos los últimos 20 años, cuando reparo en ti como una persona cuyo discurso me parece atrayente por lo que dices, por lo que repites tantas veces, porque como Borges siempre decías lo mismo, pero ello no me impedía seguir queriendo escuchar lo que decías -en entrevistas televisadas- o leer lo que habías dicho en otros foros -en libros que transcribían coloquios o conversaciones-. De todo ello, me quedo con tu forma de vivir, que yo no querría para mí (pues carezco de tu fuerza y soy prisionero de mis contradicciones), pero que defiendo en tu coherencia interna, secundada férreamente por la compañera con la que elegiste para recorrer tu camino, para terminar en tu chacrita, con tus animales, tus plantas y los pocos cachivaches que precisabas para vivir. De todo ello, me quedo con la lentitud de tus palabras, cuyo acento uruguayo aprendí a amar de inmediato, con el pausado pero preciso acompañamiento de gestos de tus manos y la caricia conciliadora de tu mirada de abuelo cercano y sabio, siempre comprensivo y tierno. De todo ello, me quedo con tu capacidad para enfocar la verdadera naturaleza de los problemas, y encontrar la salida a nuestras zozobras contemporáneas, aplicando el sentido común y unas ideas morales sencillas y viejísimas, pero contundentes, que brillan más cuanto más carecemos de ellas. De todo, Pepe, me quedo con tu imagen de torpe aliño indumentario e higiene discutible pero asociada de manera indisoluble a tu discurso, que se imponía en nuestro cerebro en pocos segundos a cualquier consideración que hiciéramos sobre lo que veían nuestros ojos. De todo ello, me quedo con tus palabras, querido Pepe. El tiempo que te sobreviva, las copiaré muchas veces, como un alumno disciplinado. Aunque tú no vieras bien dicho procedimiento. Pero será la forma en que yo ayude a mi memoria a perpetuar la tuya.