LA NOVEDAD PERMANENTE DE BORGES

Borges posee un secreto que tal vez fuera inconsciente, pero que yo, como lector asiduo suyo, contemplo con perplejidad creciente. Leo mucho sus obras, tanto las que subjetivizan opiniones, como aquellas que, efectuando igual cometido, adquieren la evanescente forma del relato corto. Pues bien, con las primeras, y después de haber leído lo mismo durante muchos años, siento placer inmenso al recobrarlos de nuevo y, al hacerlo, siento como si la sorpresa fuese igual de virginal que cuando lo leía por primera vez. Con los cuentos, algo extraordinario sucede: todos han pasado ya por mis anhelantes ojos, pero no recuerdo el argumento exacto de casi ninguno, aun de los más famosos y originales. De tal manera, cuando los releo, la fiesta es siempre iniciática, pues parece como si no los hubiera degustado jamás.

No sé qué embrujo particular posee, ni si el secreto se halla en la urdimbre o en la calidad del hilo que la trenza, pero creo que los cuentos de Borges exteriorizan de una forma magistral la transpiración de sus propios sueños, instilando en quien los lee la sustancia del olvido, como un opio volátil que se introdujera por la mirada, nos indujese al placer dulce, y luego al sueño y a la amnesia más absoluta. Algo que, a pesar de lo que aquí expongo, no deja de ser una experiencia indudablemente gozosa.

(Del diario inédito Instantes intestinos e inconstantes, entrada de 21 de julio de 1997)

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