LA INTENSA VIDA DE GEORGES BERR

Vaya por delante que yo no conocí a Georges Berr. Pero hubo quien me contó su historia. Fue su mujer, en el sur, en un pueblecito costero muy turístico llamado Palavas-les-Flots, al lado de Montpellier. Lo recordaba con tristeza, pero también con orgullo. Murió muy joven. Vivió poco, pero cada día con mucha intensidad. Lo aseguraba ella, que lo conoció desde niña, pues ambos nacieron en el mismo pueblo donde entonces revivía su memoria. Un niño rebelde, que le hacía rabiar y le tiraba de las trenzas. Pero ella sabía que era porque le gustaba, y, claro sólo se quejaba lo justo para que a él no se le quitasen las ganas. Un niño con personalidad que siempre tuvo la libertad como uno de los máximos valores, sin el cual los otros se agostan. Por eso siguió la tradición familiar de hacerse pescador, aunque eso implicara estrecheces. Por eso combatió contra el fascismo en la Segunda Guerra Mundial, por eso fue hecho prisionero, por eso escapó y se hizo un imprescindible en la resistencia. Sirvió de enlace con De Gaulle en Inglaterra, y poco a poco fue subiendo su escalafón militar. La guerra lo exacerbaba, por lo que implicaba, pero sobre todo porque le impedía ver a aquella mujer menuda, con quien se había casado pocos años antes de comenzar la carnicería que el nazismo había instigado. Participó en el día D, pero el verdadero día “D” fue cuando, tras conseguir la victoria en el 45, regresó a Palavas-le-Flot. Cuando abrazó a su mujer, ésta gritó primero de alegría; luego, porque alguna de las medallas que traía colgadas en la guerrera, se le había hincado en un pecho. Los dientes perfectos de la mujer se exhibieron con picardía cuando me narró ese lance. Yo la dejaba hablar con gusto. Tras la guerra, vinieron los hijos, uno de ellos murió de muy pequeño al caerse en un pozo recién abierto; pero otro llegó a prefecto de la Provenza, y llegó muy alto en la vida. Tras la guerra, no volvió a la mar. Continuó un tiempo en el renovado ejército francés. Pero no duró mucho. La disciplina no iba con él en tiempos de paz, y cuando los argelinos empezaron a reclamar su independencia, a él ya le pilló fuera del cuerpo. Ayudado por los padres de ella, regentó una taberna cerca de la playa que les dio para vivir y para no sentir demasiado el peso de un amo sobre las espaldas. Pero había algo dentro que cada poco le provocaba cierta melancolía. El humo del tabaco y el alcohol que bebió por temporadas no le sentaron muy bien. Un cáncer se lo llevó muy pronto, demasiado joven. Dejó dicho que en su tumba sólo hubiera unas pocas flores, del tipo que fuera, pero frescas y rojas o rosáceas. Sólo un nombre y un apellido. Sólo dos fechas. Sólo sus 15 medallas, a la vista de todos. Ésa iba a ser la seña de identidad por la que quería que lo recordaran. Nadie entendió su última voluntad. Su mujer aceptó el encargo, pero no puso las medallas originales, por miedo a un robo ocasional. Ella ha velado su tumba una vez por mes, desde su muerte, hasta que ya su cuerpo centenario no pudo soportar dicha rutina.

Debo confesar, no obstante, que os he mentido. En realidad, no sé quién fue Georges Berr, ni nadie me contó su historia.

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