LA FAMA DE LA POSTERIDAD (MICRORRELATO)

En su lecho de muerte, a edad provecta, Antonio llama a Omobono y Francesco, sus hijos dilectos. Con la mirada débil, los mira sereno, pero en sus ojos hay una última idea que desea transmitir. Los hijos se acercan a su rostro, inquietos. “No lo contéis nunca. Nunca. Sólo así seréis libres”. Lo dice con apenas un hilo de voz. Los hijos intercambian miradas. Comprenden. Asienten. Sentados a ambos lados de la cama, toman cada uno la mano del agonizante. No dicen nada, pero sus caras esbozan un gesto apenas sonriente que muestra que el mensaje ha sido entendido y la promesa, asumida. El padre cierra los ojos y suspira, agradecido. Poco después, sus manos, unidas a las de sus hijos, dejan de ejercer presión. En su funeral, no se escuchó nota alguna. Pero los herederos cumplieron su palabra. Jamás dijeron nada del modo de elegir los mejores ejemplares de arce o abeto rojo; de con qué instrumentos y plantillas serrar las piezas y de cómo ensamblarlas; de qué productos mezclar para crear el mágico el barniz y de qué cantidad aplicar y cuándo hacerlo; del modo en que se captan las resonancias, o incluso del amor entusiasta que hay que aplicar en cada instrumento mientras las manos del lutier aún lo pueden acariciar. Antonio Stradivari pudo irse en paz, sabiendo su legado a salvo. Aún hoy esa paz se difunde por el mundo unas pocas veces al año, gracias a unos sonidos de una belleza inigualable.

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