No fue la cultura del Islam la primera en la historia de la humanidad en alejarse de lo figurativo para abrazar la abstracción, pero sí fue la primera en reflexionar a nivel teórico sobre ello. Su religión, que prohibía la representación de Dios, pues éste no era sino un espíritu, contribuyó a extenderlo a casi toda figura humana o animal. La filosofía racionalista aristotélica, de la que bebieron los musulmanes durante siglos, ayudó a que la geometría de Euclides, también transmitida en vía indirecta por los árabes a Occidente, fuera el referente decorativo del arte islámico: así, cuanto captara la vista no debía distraer de los pensamientos en los rezos diarios en la mezquita o en los patios rumorosos donde el agua entremezclaba sutiles pensamientos y aromas de Oriente. Esa geometría, por su gusto por la repetición ilimitada, monótona por vocación voluntaria, como una letanía o la propia música árabe -y como ellas, sin principio ni fin-, llega a sugerir imperiosamente el espacio infinito, justo donde la divinidad llama al alma humana a trascenderse. Contemplando esos azulejos de lacerías repetidas e inacabables, llegaremos a contemplar la nada, o a Dios, que viene a ser lo mismo.