HOMBRE QUE CAMINA ¿HACIA DÓNDE?

Terminó el desayuno, fregó los cacharros y los cubiertos. Se fue a la ducha, y mientras dejaba caer el agua caliente por todo su cuerpo se cepilló con parsimonia los dientes. El vapor del agua caliente dejó el baño como una sauna, lo que le provocó una leve sonrisa, mientras se secaba. Luego, sin prisa, se vistió. Siempre fue un hombre elegante, y no tuvo que perder apenas tiempo en elegir los tonos de su camisa, del pantalón, de las zapatillas deportivas, que no combinaban demasiado bien, pero era de lo poco que se podía calzar todavía. También la chaqueta, holgada, a juego. Y el fular. Todos tonos blancos crudos. El sombrero, eso sí, el de siempre. “Así está bien”, pensó. Se acicaló otro poco el bigote y la perilla, se perfumó por encima, tomó su bastón, y salió fuera.

El día estaba nublado pero apacible. No había demasiada luz, y eso le gustaba. Además, la temperatura era deliciosa y la mañana invitaba a andar. Los recuerdos se le fueron mezclando con las casitas del puerto, a medida que discurría su paseo. ¿Para qué seguir adelante? Por un lado, sí, pero por otro… Se cruzó con una vecina, a la que saludó con la sonrisa encantadora de que había hecho gala siempre. Esa sería una de las razones, pero ¿sería suficiente? Ya no lo creía así, pero la inercia de sus pasos le llevó hasta el final del puerto, donde el espigón. El mar batía con suavidad la escollera, tras la bocana. Los recuerdos, de nuevo. La realidad presente, sin embargo, pertinaz y obsesiva. Después, sobre aquella atalaya, dio en pensar modos y maneras posibles, que fue descartando por diversas razones. Aunque el fin seguía siendo el mismo. Se encogió de hombros. “Y la primavera, que no acaba de arrancar este año…”.  Inició el camino de vuelta, y la mirada se le resbalaba hacia los barcos de pesca atracados en el pequeño puerto. Antaño, aquel hijo… Aquella palabra le encogía el alma, y hacía una semana, esos resultados… Divagaba, y eso, contra lo habitual en su persona, ahora no le sacaba de quicio. No le dejaba indiferente tampoco, aunque habría preferido decidir con más firmeza, como antaño. Antaño.

Se levantó una leve brisa y algunos cabos golpeaban los mástiles de los pequeños veleros fondeados en la parte deportiva, donde ahora le llevaban sus pasos. Caminaba tranquilo, pero no lo estaba. De pronto, de una tienda que había al lado de la lonja, salió disparado un niño. Corrió hacia él con sus piernecitas cortas, gritando a cada poco: “abuelooooo”. Cuando lo vio, se le iluminó el rostro. Se ajustó el sombrero, y agarró con firmeza el bastón, pues sabía lo que iba a ocurrir, y alguna vez había acabado en el suelo por el impulso. Cuando el chico llegó a su altura, de un salto se le echó al cuello, y comenzó a darle besitos cortos, mientras el hombre trataba de contenerlo en apariencia. En realidad, le habría apetecido que aquel abrazo y aquellos besos se le quedaran pegados a la piel para siempre. De ese modo, todo sería mucho más fácil. Vivir, decidirse, irse. Lo que fuera. Pero más fácil. Cuando salió su hija a su encuentro, y tras el abrazo de rigor, el pequeño le cogió de la mano dando saltitos oblicuos. “Vamos, abuelo, caminemos todo recto, por la línea de puntos”. Sonrió de nuevo, dispuesto a seguirle en su juego. El resto del día, no volvió a pensar en nada más.

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