HITOS DE MI ESCALERA (25)

Los lectores más constantes de estos “hitos” se habrán percatado de que en ellos no se reflejan cuestiones de carácter íntimo, erótico o amoroso. Se trata de algo consciente y legítimo que me reservo por pudor. Sin embargo, esta serie quedaría incompleta, si no se hiciera mención en ella de la primera vez que trabé contacto de un modo inusual con alguien a quien quise y admiré como antes nunca había hecho, y de quien me desencanté y a quien llegué a odiar con todas mis fuerzas, como tampoco jamás me había sucedido. Es lo habitual, ya se sabe. Pero la primera vez que sucede resulta esencial y jamás se olvida. A veces incluso, puede marcar de por vida. Por fortuna, no fue el caso.

Aquella mujercita no fue la primera persona a quien quise/deseé con fruición. Pero mi condición de tímido recalcitrante, de solitario irredento, y de bachiller en instituto masculino, marcaron a fuego una adolescencia muy frustrante en temas eróticos. Para resumirlo: quien esto escribe no ligaba nada de nada. Y aún hoy tengo a gala decir que en los únicos años en que este cuerpo frecuentó una discoteca. jamás chica alguna accedió a bailar conmigo, como no fuera amiga conocida, novia de alguno de mis amigos, que lo hacían más bien por lástima, que no por gusto de mi compañía, dada mi nula habilidad para el baile, en aquellos tiempos. De modo que sí, quise, deseé, me gustaron algunas chicas. Pero ninguna se enteró de ello, porque no llegué a decírselo, prefiriendo fomentar mi fama de frustrado, a arriesgarme a un no tan humillante que no podría superar.

Pero el primer curso en la facultad fue la primera vez que asistí a clases mixtas, novedad más que notable en mi vida. Las posibilidades se multiplicaban. Y allí yo no tenía que demostrar algo que no era, como en una discoteca, sino que quien me pudiera tratar, podría observarme tal y como yo era por entonces. Mi admiración se fijó entonces en dos compañeras, con quienes trabajé mucho en temas académicos. Pero una de ellas rápidamente tomó la delantera, porque tenía más iniciativa, más descaro, y yo era algo de lo que carecía, por lo que fue su progresivo acercamiento lo que me atrajo de manera irremediable.

Tenía dos años más que yo, y no era una belleza demoledora. Tampoco su cuerpo era despampanante. Pero aquella forma de reír y aquel modo de hablar en un plano de igualdad me sedujeron día a día sin remisión. Digo día a día, porque yo nunca fui de flechazos, y era la apreciación progresiva lo que determinaba si los rasgos observados eran de mi agrado o no. Y, sí, día a día, aquella joven me conquistó. Por un tiempo también pensé que yo la había conquistado a ella.

El primer problema con que nos encontramos -que sería determinante- fue que ella, en teoría, tenía pareja. La ventaja era que dicha pareja, un sargento del ejército del aire, se encontraba en Sevilla, de donde era natural. De modo que si por un lado, había impedimentos, mi arrogancia, temeridad e inexperiencia, me impulsaron a dar pasos que -siendo yo el primer sorprendido- fueron siendo aceptados, por lo que comenzamos a vernos más. La cosa comenzó en invierno, allá por enero…

El tiempo desdibuja casi todos los detalles, pero el primer beso que das a alguien -y es devuelto con el mismo ardor- es una sensación que sólo una enfermedad terrible puede disolver en la memoria propia. En mi caso concreto, fue como haber subido un ochomil, tal había sido la dificultad en lograr dicha hazaña. Y si es verdad que yo tenía sólo 17 años, casi todos mis amigos ya habían cruzado sus respectivos rubicones mucho tiempo atrás, lo que profundizaba mi infelicidad comparativa. La consecuencia lógica fue que tras unos escarceos iniciales comenzáramos a salir en plan pareja, con todo lo que ello implicaba. Aunque no todo sería jauja, claro.

Para empezar, sus padres tenían la idea de que la niña tenía “novio formal”; que se hallaba ausente, sí, pero que en breve reaparecería y restablecería el vínculo, como mandan los cánones. Por ello, a pesar de que caminábamos de la mano, y hacíamos manitas, cuando nos acercábamos a su casa, nuestras manos debían desentrelazarse, y yo pasaba a ser a ojos de su familia “el mejor compañero de su clase”. Ello me desazonaba un tanto. Además, la perspectiva de que en el puente de S. José vendría el “novio sub-oficial” (sólo era sargento, ejem), me arrancaba alguna zozobra recurrente. Y, para colmo, mis padres me vieron besándome con ella en pleno paseo de Papalaguinda, en León, lo cual tuvo también importantes consecuencias.

(Continuará pasado mañana)

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