ALONSO QUIJANO LEE EL QUIJOTE

Asombróse el Hidalgo de cuanto le decían de su propia vida, que alguien había puesto por escrito en un libro, que los que podían leían, y los que no lo contaban a los demás. Hasta que un día se decidió a comprobarlo en primera persona, y mandó a su sobrina a hacerse con un ejemplar de aquella historia que tal éxito había cosechado en tan breve tiempo. Al cabo, una mañana le entregaron el volumen, a cuyo autor no conocía, pero cuyo nombre ya iba de boca en boca por los caminos de Castilla adelante. Y comenzó a leerlo con ávido recelo. Pero ya el prólogo le disuadió los temores, y nada más comenzar por los primeros capítulos, las sonrisas y hasta las carcajadas le brotaban con espontaneidad. “Buen ingenio se gasta este don Miguel -se dijo-, aunque yo estoy lejos de parecerme a ese ridículo caballero, tanto en intenciones, como en la salud de mi seso, que hasta ahora no me ha dado queja alguna”. Y siguió leyendo, leyendo hasta que de claro en claro y de turbio en turbio, terminó el volumen. Había dado orden de no sacarle de la habitación, ni de llevarle alimento ninguno, pues cuando se absorbía en una lectura, su cabeza se transformaba y se disolvía tanto en la historia, que cualquier distracción la tomaba como agravio afrentoso. Y, ya al final, agotado cayó en su camastro, donde durmió seguidas dieciséis horas, hasta la madrugada siguiente. Cuando despertó, de excelente humor y muy buen apetito, pidió desayuno abundante, que apuró con ganas, mientras su mente no dejaba de cavilar. Al final, encargó al ama que mandara llamar a su vecino Sancho, con quien quería resolver unos asuntos referentes a unas propiedades. Al ama le extrañó. Pero más le sorprendió la respuesta del tal Sancho, que le vino a decir que no se molestase en llamarle en ninguna circunstancia, porque no quería saber nada del noble hidalgo. Inquirióle el ama la causa de tan drástica decisión, a lo que el orondo Sancho respondió: “pregúntele vuesa merced a su señor; él sabrá deciros por qué; y si no lo sabe, siempre podrá informarse con cualquiera, pues tan grande fama han suscitado sus anteriores correrías, que casi ni me atrevo a asomar la cabeza a la calle, por miedo a los qué-dirán, dado el ridículo hecho en las nuestras pasadas aventuras”. Así se lo preguntó el ama al hidalgo, que no entendió nada, se lo tomó a mal, y se dijo finalmente: “pues si ese mentecato no se aviene a razones, me quedaré la ínsula para mí mismo, y yo solo le daré gobierno”. Y, dicho eso, se fue a dar un largo paseo por las eras aledañas.

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