A MI AMIGA (YA) NO LE MOLA CARMEN MOLA

Tengo una amiga muy querida en quien tengo puestas todas mis complacencias (Yahvéh dixit), a quien veo con cierta frecuencia. Por lo común quedamos para comer, y ahí hablamos de lo humano y lo divino, de esto y de aquello y de lo de más allá sin solución de continuidad, favorecida ésta por nuestra infinita capacidad multi-link. Ello no nos impide, claro está, disentir en varios temas, que pueden degenerar en tensas discusiones que, eso sí, jamás sobrepasan los límites que la buena educación y el cariño sugieren. El principal germen de la discrepancia viene dado por su intensa militancia feminista; pero no por dicho ideario en sí, que suscribo sin problemas en lo esencial, sino por lo que se sigue de determinadas premisas cuyas derivaciones -cuando se tornan radicales a mi modo de ver-, yo no admito de ninguna manera.

Pues bien, dicho esto, coloco otros antecedentes. Ambos somos lectores voraces, y aunque ella lee más cantidad de páginas que yo -lo cual ya merecería galardón, inmodestia aparte-, lo mío es temática y estilísticamente más variado. Pero el caso es que ella lleva leyendo novela negra muchos milenios más que yo, que siempre he tenido el género como algo evasivo que, si gusta, bien, pero si no gusta, mejor evitar. Con todo, hace un par de años, cayó en mis manos una obra que me desmadejó los presupuestos iniciales e hizo añicos mis juicios y prejuicios sobre el género. Y no, no me refiero a la trilogía Millenium, sino a La novia gitana, primera novela de una trilogía que firmaba una desconocida -para todos- Carmen Mola.

Este suelto no va de lo que para mí supuso su lectura. Pero las hipérboles a las que suelo ser dado se quedaron cortas, y ahí lo dejo. De modo que se la recomendé a mi amiga, que ya había oído hablar de ella, pero tras escuchar mis ditirambos no le quedó más remedio que probar. Y lo cierto es que cuando la leyó quedó igual de prendada que yo de las terribles tramas que en dicha obra se entretejen, y, alborazada ella y encantado yo, decidimos adoptar a una nueva autora para incluirla en nuestro altar común de gustos compartidos. Después vinieron La red púrpura, que ambos convinimos que era la más floja de las tres, aunque era más que digna, pero lejos de la intensidad de la primera y de la bellísima brutalidad de la tercera, La nena, que nos dejó turulatos a ambos, y casi sin respiración. Soy hiperbólico, lo sé. Pero qué queréis, de vez en cuando procede.

El caso es que estábamos encantados. Yo, porque alguien había escrito una obra maestra de un género que no me era demasiado querido; ella, por lo mismo, pero además porque era una autora. En femenino, sí.

Como seguro sabrá el respetable, Carmen Mola fue un pseudónimo de alguien que no quería visibilidad. Algo así como lo sucedido en Italia con el fenómeno Elena Ferrante. Lo que pasa es que mi amiga pensó que era una mujer quien se escondía bajo ese nombre. Yo me había planteado, como todo el mundo, la identidad de tal autoría, pero lo del género ni se me había pasado por la cabeza. El bombazo vino con la adjudicación del premio Planeta 2021 a una novela escrita por la tal Carmen Mola. Y con el galardón, vinieron las “salidas de armario”. Resultó que el pseudónimo encubría a tres prestigiosos guionistas de larga carrera en el sector. Varones, eso sí. Los tres. Mi amiga puso el grito en el cielo.

Lo consideró una tomadura de pelo descomunal, y las hipérboles cambiaron de lado y de signo. Ahora Carmen Mola ya no le molaba, porque eran unos sinvergüenzas que habían jugado con el buen nombre de las mujeres. Aquello era broma con demasiada sal gorda que se burlaba del sufrimiento de tantas y tantas que hubieron -ellas sí- de ocultar sus nombres para poder visibilizar sus creaciones. Su reacción fue tan desmedida, que yo, tras argumentar levemente dos o tres cuestiones de sentido común, preferí no entrar al trapo y no discutir esta vez. Pero me quedó el resquemor dentro, porque consideraba aquella crítica un desafuero exagerado, una injusticia prejuiciosa y una falta de ética de primero de humanidad. Y ahora que me acabo de leer la novela que “ganó” el Planeta, titulada La bestia, decidí escribir sobre ello.

A mí el género de quien escribe me chupa un pie. Es decir, que me da lo mismo. Puedo detectar a veces rasgos femeninos -en los que acierto- y rasgos masculinos -en los que fallo-, y viceversa. Pero no me pongo a ello, de mano. Ni de en medio ni en final. Para mí la obra se sustenta en sí misma. Y tanto adoro a su amada Ana María Matute como a su odiado Arturo Pérez-Reverte, por poner sólo dos ejemplos de los muchos con que cabría ilustrar la para mí inexistente contradicción. Yo amo autores (hombres y mujeres; ambos, en el porcentaje que proceda). Mi amiga tiene una predilección excesiva por las autoras. Yo no tengo prejuicios de género (sí intelectuales, ideológicos, etc.; humanos somos). Mi amiga sí muestra prejuicios de género. Y por ahí ya no paso.

Cierto es que las mujeres han utilizado pseudónimos por motivos mucho más sangrantes, urgentes y necesarios que los que hacen lo mismo desde el lado masculino. Casos como el de las hermanas Brontë, Georges Sand, Fernán Caballero, Colette, etc. constituyen uno de los lados del problema. Los de Yasmina Kadra, Emma Blair, Jessica Stirling o el de la que nos ocupa, Carmen Mola, nombres femeninos para escritores masculinos, representan el otro. Pero cada uno de ellos con intenciones y problemática diferentes. Ello no invalida a ninguna ni a ninguno. Ni hace merecedores a estos tres guionistas recientemente revelados de los duros calificativos que recibieron de su parte.

Pd/ Por cierto, la novela del Planeta, como era previsible: alimenticia, fluida, legible, muy mejorable, olvidable.

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